La importancia del 3D por Eduard Punset
Descubrió el mundo cuando tenía 48 años. Antes pertenecía al grupo de personas, una de cada veinte, que no puede ver en relieve. Para ellas, los ramos de flores son planos como el cristal de una ventana, no hay nadie detrás de una persona y la línea del horizonte lejano está pegada ahí mismo. Dan, el marido de la estadounidense Susan Barry, es un astronauta famoso que ha visitado el espacio muchas veces, pero, como dice ella, “nada es tan hermoso como, de pronto, ver el universo en tres dimensiones”.
Es curioso que los que no tenemos este defecto –o no lo hemos contraído todavía– consideramos que la dimensión temporal es mucho más importante que la visión en 3D. No puede compararse saber y entender si algo ya ocurrió en el pasado, está sucediendo ahora o es una cuestión de futuro. Los niños menores de cuatro años, por ejemplo, nunca saben a qué escala temporal pertenecen los Reyes Magos de quienes están hablando.
Pues bien, resulta que contemplar el mundo en tres dimensiones espaciales resulta que es tanto o más importante. Para ello hace falta que mis dos retinas se fi jen en algo ligeramente distinto; el cerebro fusiona estas imágenes complementarias para obtener la visión en profundidad. Hasta hace muy poco, la gente creía que la capacidad de ver estereoscópicamente se desarrollaba en la infancia. Depende.
Nadie ha explicado con la claridad de Susan el largo proceso para corregir su estrabismo de nacimiento, más común de lo que se sospecha. Si cuando eres pequeño miras simultáneamente en direcciones distintas, te va a resultar muy difícil saber dónde están las cosas. Las dos imágenes que se reciben –una procedente del ojo derecho y la otra, del izquierdo– resultan demasiado dispares para que el cerebro pueda fusionarlas como hace en todos los demás casos. El primer aprendizaje consiste en poder suprimir, sencillamente, la visión de un ojo.
Durante gran parte de su vida, Susan se entrenó para ignorar lo que captaba uno de sus órganos visuales, a desviarlo más hacia dentro todavía para mirar a su alrededor con un solo ojo. Es increíble comparar el cambio al que tuvo que adaptarse Susan Barry, con 48 años de experiencia atormentada o torcida, con la destreza adquirida por un niño de doce meses: a esa edad, cualquiera ha consolidado ya la forma en que mira y sabe hacerlo tanto de pie como acostado. Susan tuvo que empezar de nuevo y probar, poco a poco, cómo enfocar los dos ojos hacia el mismo punto y al mismo tiempo.
Lo más fascinante es constatar que la visión estereoscópica no es un capricho. Resulta que para los animales depredadores es esencial la precisión que da esa manera de captar el entorno: un niño, como un simio, difícilmente podría sustentarse en una rama sin una herramienta así. Otros mamíferos pertenecientes al lado de las víctimas –como los conejos– tienden, por el contrario, a disfrutar de visiones panorámicas que les informan de todo cuanto pasa a su alrededor. No es lo mismo un sistema de visión para perseguir que otro para saber lo que ocurre en torno a uno.
Con la naturalidad que la caracteriza, Susan Barry descubre al interlocutor que la retina –para empezar por el comienzo– es tejido del cerebro. Lo primero que hace este, mientras estamos distraídos o perdidos en nuestras obsesiones, es comunicarse mediante distintas intersecciones sinápticas con la corteza visual, localizada en la parte posterior del encéfalo: es ahí donde confluyen las dos imágenes de los ojos, que en la pequeña Susan eran demasiado distintas para fusionarse. Lo fascinante de esta científica es que ahora sabe disfrutar de lo que ha enseñado a su cerebro, sin olvidar nada de lo que sabía hacer hace casi cincuenta años.
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